viernes, 31 de enero de 2014

El Morocho Lacuesta

El Uruguay de 1978, para entonces yo cumplía mis doce años y ya era el tío de una hermosa nena que hoy se ha convertido en una viajera incansable, una sociedad amplia, acostumbrada a acoger en su seno a un abanico multicolor de ciudadanos, consciente de esto, aunque lo viese con la normalidad de quien se cría en un lugar así, me sentía orgulloso de ser un uruguayo más.

Como en pocos lugares en el mundo, aunque ese marketing lo hayan querido acaparar en Yankilandia, podías encontrarte en una mesa de truco, como las que se montaban en el bar de mi viejo, al tano Bofa, al señor Samuel Milkovich (no creo que haya que aclarar), a don Tarjesian, y al Morocho Lacuesta.

Sí, era el mismo país en el que luego del golpe de estado del ´73, hablar de política estaba prohibido, una reunión de más de 5 personas en torno a una mesa podía verse como conspiración y comerte una detención en averiguaciones, que si querías festejar un cumpleaños en tu casa tenías que pedir permiso en la comisaria y en la geografía de la escuela no existía la URSS,  pero esas eran cuestiones ligadas a una “normalidad” impuesta a golpe de fusil, el ciudadano de a pie tenía bien claro cuáles eran los derechos de cada uno y se respetaban entre ellos,  como ley suprema e inapelable.

Estos valores, que se habían forjado con el paso de los años en una sociedad formada por gentes que habían llegado a esa tierra, mi tierra, huyendo de los horrores de las guerras fratricidas, persecuciones políticas y hambrunas, un país que los acogía sin más condición que la promesa de una buena conducta y respeto por las leyes y derechos de todos. En ese país la sociedad condenaba cualquier indicio de xenofobia, racismo o persecución religiosa o ideológica, aunque así no sucediese con las autoridades de turno.

Pero no era perfecto, nada lo es, esa amplitud de criterio tenía sus excepciones, marcadas por las creencias y conocimientos aun escasos sobre las conductas humanas “alternativas”.

Aún faltaban algunos años para que grandes como Freddie Mercury, Los Village People y el maestro Sir Elton John, entre otros muchos que aquí no habría espacio para mencionar, removieran en el mundo entero nuestras mentes aun cerradas con su valor y talentos inigualables.

Pues bien, el Morocho Lacuesta era un  hombre sencillo, reservado, que nunca hablaba de su vida personal. Mientras el tano ni bien se sentaba a la mesa empezaba a quejarse del último puterio que le había montado su mujer, o Caraballo acodado en la barra contaba sus hazañas de juventud con las muchachas del barrio, el morocho se mantenía centrado en la partida.

Era como casi todos los morenos, una persona que no aparentaba su edad, vestido siempre impecablemente, su pantalón de vestir  con la raya planchada  a la perfección, camisa blanca impoluta, saco y corbata, en invierno una gabardina y chaleco de lana por debajo del saco, con el pelo bien corto perfectamente afeitado salvo por un bigote muy fino y bien recortado.. Destacaba además por unas maneras y conversación sumamente educadas, yo me quedaba embelesado escuchándole hablar del Uruguay de los años ´30, de los dos mundiales ganados que él había vivido, de las hazañas de Obdulio, del carnaval en la Ciudad Vieja, de la batalla del Rio de la Plata, recreadas todas ellas con lujo de detalles y con un estilo que acallaba el murmullo interminable que solía reinar en el boliche.

Se había jubilado ya hacía 5 años de la administración, no tenía hijos ni mujer, la única familia que le quedaba era una hermana en salto y un porrón de sobrinos. Era un habitué del bar de mi viejo desde hacía ya un par de años, sabíamos que había tenido que mudarse de Montevideo a Las Piedras buscando un poco de tranquilidad, pero yo no conocía más detalles.

Como siempre yo hacia los deberes en una de las mesas del bar, después de la hora de la comida, cuando mi mama estaba liada en la cocina, el señor Lacuesta se acercaba a ver mis esfuerzos en “idioma español” materia en la cual no gozaba entonces de buenas calificaciones, y con la paciencia de un santo intentaba explicarme reglas de ortografía y gramática, así como consejos para mejorar mi caligrafía.

Mi viejo, un hombre sencillo y muy llano, le conocía de la época en que trabajaba en aquel almacén del mercado del puerto con su tío, solían intercambiar historias de aquella época en la Ciudad Vieja, Lacuesta era un cliente asiduo del almacén.

Un día, llega uno de aquellos personajes que solían pasar por el bar mirando a los parroquianos como radiografiándolos, traje barato, mal planchado, bigote, pelo corto y la pipa abultando en la chaqueta, vamos un “secreta” a gritos.

Estaba la mesa de truco montada, estaban el tano,  Don Samuel, Tarjesian, se había acercado don Samir y Adolfo, Caraballo esperando que saliese alguno seguí la partida al lado de la mesa. Don Lacuesta salía del baño y en eso veo que se para en seco cuando ve al secreta, mi viejo adivino enseguida la jugada y para distraer le dijo, “le sirvo algo” al ajeno.

“Si, me va a explicar que hace el negro maricon ese aquí, no estará enredando otra vez en política”

Mi viejo, que temple no le faltaba, pero sangre tampoco, “Creo que usted se equivoca, el señor es cliente hace años y aquí no se habla de eso”

El personajillo oscuro, dio un repaso con la mirada al local, yo quieto y helado en mi mesa, le dedico una última mirada a mi viejo con desprecio y salió por la puerta. Afuera esperaba un Falcon negro con otros dos del mismo aspecto, se subió y salió dirección las brujas por la 48.

Dentro, el tiempo parecía haberse detenido, parecía que todos nos íbamos aquedar congelados en ese momento, la cara de Lacuesta reflejaba preocupación y desazón. Vi como la angustia se iba apoderando de él  y el sudor le empezaba a recorrer el rostro.

En eso siento que se mueve una silla, y luego otra, Caraballo que se sienta  a la mesa al lugar que le habían dejado y el señor Samir que se levanta y dice “a ver Morochio, vas a jogar o te vas a quedar ahí parado papiando moscas “necesitamos otro pal truco, somos cinco”

Esa era la sencillez con la que se arreglaban las cosas allí, todos eran los mismos que antes de que entrara aquel personaje despreciable, así que para que cambiar las cosas, Lacuesta se sentó, mi viejo siguió limpiando el estaño y yo a mis deberes de historia.

Hoy, luego de todo lo que supuestamente hemos avanzado, de todo lo que se ha luchado, no me puedo creer cuando me encuentro con gente que aun desprecia a sus semejantes por su raza, religión, o condición sexual y menos que alguno de ellos estén organizados en grupos que hasta llegan a tener representación política en países europeos.

Pero Uruguay tampoco está libre de esta lacra, lamentablemente sigue habiendo en nuestro paisito gente como aquel hombre del Falcon, que parapetándose detrás de una máscara de aparente humanidad se atreven a juzgar a otros por su condición, nazis , antisemitas, racistas que dicen que no lo son y homófonos, generalmente estos seres despreciables suelen juntar todas estas cualidades, de las cuales hacen alarde en sus reuniones de bestias pero se cuidan de ocultar al resto de la sociedad, por qué? Sencillamente porque otra cualidad que les caracteriza es la cobardía, como las cucarachas en la oscuridad salen huyendo cuando la luz cae sobre ellos, no tienen siquiera el valor de exponerse ante la sociedad. Y no vale como argumento “yo no me meto con nadie, no le hago daño a nadie con lo que pienso” con gente así, subió al poder en el año 1933 el partido Nazi, responsable de la muerte y persecución de millones de judíos y otras minorías étnicas y sociales en toda Europa, no señor no es excusa, la tolerancia y el apoyo a esas ideologías los hace tan culpables como los que aprietan el gatillo.

Yo seguiré recordando siempre los infructuosos intentos de Lacuesta por ayudarme, y a mi viejo detrás del estaño. La cara del tipo del Falcon es solo una caricatura grotesca que no merece lugar en mi memoria.



El Pibe 

3 comentarios:

  1. Sos un narrador fantástico.Me emociono mucho la historia la vivi mientras la leia. Sigue asi.

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    1. gracias Karina, por personas como vos es que me sigo animando

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