El relato
Recuerdo bien aquellas tardes de sobremesa los domingos,
festivos varios y cumpleaños de la familia. Mi papa, un hombre muy sociable, no
en vano había elegido la profesión de barista, solía recoger en casa a cuanta
alma sola y consternada que se cruzase
en su vida.
Así, en aquella casita de Las Piedras, sobre la ruta 5, se reunía
una comunidad a veces de lo más variopinto, que yo le llamaba la ONU. Allá estaban el señor Caraballo, viudo ya hacía
muchos años que para poder encargarse de la crianza de los 4 hijos más jóvenes (tenia
12) además de su jubilación, con el apoyo muchas veces de mi padre , organizaba
excursiones por toda la geografía de nuestro país; el tano Bofa, quintero de El Dorado que cada vez que su mujer(una
italiana temperamental y muy guapa, ambas cualidades que compartía con su hija,
mi primer amor y locura) le montaba la bronca, luego de que el barrio entero se
enterase, venia donde mi padre a por una palabra de consuelo. También solían acercarse por casa , don
Marcelo el argentino del taxi, Adolfo un
gitano que decidió radicarse en aquella zona y casarse con un muchacha del barrio contradiciendo su tradición y el señor
Samir que viniendo de la lejana Siria se sentía, según sus palabras, más
uruguayo que “il agojero dil mate”.
Era como digo una de aquellas típicas tardes de verano, cuyo festejo ya no recuerdo, en
que luego de degustar la cocina de mi padre, con los regañadientes de mi vieja,
y acompañado por una selección de licores que, cual banderas, representaban a cada una de las
naciones allí presentes, mi padre comenzaba a contar alguno de sus innumerables
relatos.
Debo decir, con orgullo además, que mi viejo era un relator
envidiable, sabía situar al oyente en el
lugar y la escena como pocos he visto en mi vida.
Aquella tarde, comenzó a contar una historia de su juventud
en Pontevedra, nos contó como luego de volver de su escuela un día de invierno,
con la bolsa para el carbón que le tocaba llevar al día siguiente (en la España
de entonces se era solidario hasta por
necesidad) se encontró a su madre en la puerta de casa con una carta en la
mano. Era una carta de su tío Manuel (hermano de su madre) le contaba las
bondades del país que le había acogido Uruguay, de lo bien que se vivía, del
clima maravilloso, y de lo avanzada de aquella sociedad que además recibía con
los brazos abiertos a quienes llegaban de todas partes. Le contaba también, que
allí hasta los manzanos daban frutos 2
veces al año.
La infancia de mi padre había sido muy pobre, mi abuelo había
muerto muy joven dejando una viuda y un hijo de apenas 8 años, mi padre se prometió
así mismo que conseguiría ir donde su tío y allí reunir el dinero suficiente
para sacar mi abuela de la pobreza, pero antes ese mismo año planto un manzano
en lo alto del terreno que dominaba la casa. Pocos años más tarde se iría con
su tío a Uruguay, con apenas 15 años a luchar por un futuro
Hacia unos días había escrito mi abuela y le había contado
que su manzano seguía allí y le preguntaba si los que había plantado en Uruguay
daban más frutos porque el suyo “daba
pena con mucho esfuerzo unas pocas cada año”, y con esto terminaba el relato,
con los ojos anegados.
En ese momento mire a mi alrededor, no hizo falta que nadie
hablara, las miradas perdidas en el horizonte inexistente, los ojos llorosos y
la respiración profunda, sonora y entrecortada dejaban ver a través de las arrugas y la piel
curtida, a un grupo de niños pobres en sus tierras natales recordando a
aquellas madres que llorando les despidieron con la esperanza de que encontrasen el futuro anhelado,
pero con la casi certeza de no volver a
acariciar sus rostros.
Hace un par de años visite aquella casa de mi padre en
Pontevedra, la hermana de mi padre me había contactado y organice un viaje de
fin de semana para conocer a aquella rama de mi familia.
La casita de mi abuela se había convertido en un ambiente más
de una casa ostentosa y de mal gusto, producto de una bonanza desmesurada pero
a la vez pasajera. Se conserva aún la estructura de piedra pero poco deja ver
de aquella realidad de la posguerra española.
Salí a caminar por el terreno alrededor, y de repente me
llamo la atención un pequeño árbol en lo alto del terreno, el pobre se afanaba
en sobrevivir en aquel terreno pedregoso y mal regado. Apenas unas hojas
animaban sobre las ramas casi secas que el viento amenazaba con quebrar; en
eso, una voz detrás de mí me dice “sigue dando pocas manzanas, las mismas desde
que lo planto tu padre”
No daba crédito a lo que me contaba mi tía, ese era el
manzano del relato, y seguia allí! Me acerque, lo toque y en ese momento me vinieron
a la memoria las historias de mi padre y de sus amigos, inmigrantes todos
ellos, los recordé reunidos escuchando muñeiras, sardanas, polcas y algún tango
de Gardel. Bebiendo aquellos brebajes de su tierra queriendo rescatar el sabor
de su juventud. Dándose el consuelo necesario para seguir aguantando, en esa mi
tierra, que los acogió y que a muchos como a mi padre hoy cubre con su manto.
Hoy que me planteo la vuelta a mi tierra, luego de 15 años
fuera, tengo una mezcla de sensaciones que me invade. Por un lado las ansias de
volver, el reencuentro con los amigos de la juventud, la cultura en la que me
crie, mi querido carnaval, ese acento que casi se me ha borrado. Pero también están
aquellas cosas que en su día quise dejar atrás, afectos rotos, sentimientos
amargos, cariños descuidados en el tiempo que hoy, luego de tanto tiempo, es
imposible recuperar.
Recuerdo a mi padre y sus relatos, intento hacer lo mismo con
mi hijo, pero ni yo soy tan bueno contando ni él tiene tanta paciencia, gajes
de la era tecnológica, por eso me limito a escribirlos, quizás algún día él
quiera verlos y se ría un poco de su padre y sus vanos intentos .
Este hijo mío, es mi manzano.
El
Pibe
Maravilloso. No se como relataba tu viejo sus vivencias, pero si se que vos las contas de manera inconiable, se nota que salen de tu corazón. Grande Nestor
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