martes, 21 de enero de 2014

El relato

Recuerdo bien aquellas tardes de sobremesa los domingos, festivos varios y cumpleaños de la familia. Mi papa, un hombre muy sociable, no en vano había elegido la profesión de barista, solía recoger en casa a cuanta alma sola y consternada  que se cruzase en su vida.

Así, en aquella casita de Las Piedras, sobre la ruta 5, se reunía una comunidad a veces de lo más variopinto, que yo le llamaba la ONU.  Allá estaban el señor Caraballo, viudo ya hacía muchos años que para poder encargarse de la crianza de los 4 hijos más jóvenes (tenia 12) además de su jubilación, con el apoyo muchas veces de mi padre , organizaba excursiones por toda la geografía de nuestro país; el tano Bofa, quintero  de El Dorado que cada vez que su mujer(una italiana temperamental y muy guapa, ambas cualidades que compartía con su hija, mi primer amor y locura) le montaba la bronca, luego de que el barrio entero se enterase, venia donde mi padre a por una palabra de consuelo.  También solían acercarse por casa , don Marcelo el argentino del taxi,  Adolfo un gitano que decidió radicarse en aquella zona y casarse con un muchacha del  barrio contradiciendo su tradición y el señor Samir que viniendo de la lejana Siria se sentía, según sus palabras, más uruguayo que “il agojero dil mate”.

Era como digo una de aquellas típicas tardes  de verano, cuyo festejo ya no recuerdo, en que luego de degustar la cocina de mi padre, con los regañadientes de mi vieja, y acompañado por una selección de licores que,  cual banderas, representaban a cada una de las naciones allí presentes, mi padre comenzaba a contar alguno de sus innumerables  relatos.

Debo decir, con orgullo además, que mi viejo era un relator envidiable, sabía situar al oyente en  el lugar y la escena como pocos he visto en mi vida.

Aquella tarde, comenzó a contar una historia de su juventud en Pontevedra, nos contó como luego de volver de su escuela un día de invierno, con la bolsa para el carbón que le tocaba llevar al día siguiente (en la España de entonces  se era solidario hasta por necesidad) se encontró a su madre en la puerta de casa con una carta en la mano. Era una carta de su tío Manuel (hermano de su madre) le contaba las bondades del país que le había acogido Uruguay, de lo bien que se vivía, del clima maravilloso, y de lo avanzada de aquella sociedad que además recibía con los brazos abiertos a quienes llegaban de todas partes. Le contaba también, que allí hasta los manzanos daban frutos 2  veces al año.

La infancia de mi padre había sido muy pobre, mi abuelo había muerto muy joven dejando una viuda y un hijo de apenas 8 años, mi padre se prometió así mismo que conseguiría ir donde su tío y allí reunir el dinero suficiente para sacar mi abuela de la pobreza, pero antes ese mismo año planto un manzano en lo alto del terreno que dominaba la casa. Pocos años más tarde se iría con su tío a Uruguay, con apenas 15 años a luchar por un futuro

Hacia unos días había escrito mi abuela y le había contado que su manzano seguía allí y le preguntaba si los que había plantado en Uruguay daban más frutos porque  el suyo “daba pena con mucho esfuerzo unas pocas cada año”, y con esto terminaba el relato, con los ojos anegados.

En ese momento mire a mi alrededor, no hizo falta que nadie hablara, las miradas perdidas en el horizonte inexistente, los ojos llorosos y la respiración profunda, sonora y entrecortada  dejaban ver a través de las arrugas y la piel curtida, a un grupo de niños pobres en sus tierras natales recordando a aquellas madres que llorando les despidieron  con la esperanza de que encontrasen el futuro anhelado, pero con la casi  certeza de no volver a acariciar sus rostros. 

Hace un par de años visite aquella casa de mi padre en Pontevedra, la hermana de mi padre me había contactado y organice un viaje de fin de semana para conocer a aquella rama de mi familia.

La casita de mi abuela se había convertido en un ambiente más de una casa ostentosa y de mal gusto, producto de una bonanza desmesurada pero a la vez pasajera. Se conserva aún la estructura de piedra pero poco deja ver de aquella realidad de la posguerra española.

Salí a caminar por el terreno alrededor, y de repente me llamo la atención un pequeño árbol en lo alto del terreno, el pobre se afanaba en sobrevivir en aquel terreno pedregoso y mal regado. Apenas unas hojas animaban sobre las ramas casi secas que el viento amenazaba con quebrar; en eso, una voz detrás de mí me dice “sigue dando pocas manzanas, las mismas desde que lo planto tu padre”

No daba crédito a lo que me contaba mi tía, ese era el manzano del relato, y seguia allí! Me acerque, lo toque y en ese momento me vinieron a la memoria las historias de mi padre y de sus amigos, inmigrantes todos ellos, los recordé reunidos escuchando muñeiras, sardanas, polcas y algún tango de Gardel. Bebiendo aquellos brebajes de su tierra queriendo rescatar el sabor de su juventud. Dándose el consuelo necesario para seguir aguantando, en esa mi tierra, que los acogió y que a muchos como a mi padre hoy cubre con su manto.

Hoy que me planteo la vuelta a mi tierra, luego de 15 años fuera, tengo una mezcla de sensaciones que me invade. Por un lado las ansias de volver, el reencuentro con los amigos de la juventud, la cultura en la que me crie, mi querido carnaval, ese acento que casi se me ha borrado. Pero también están aquellas cosas que en su día quise dejar atrás, afectos rotos, sentimientos amargos, cariños descuidados en el tiempo que hoy, luego de tanto tiempo, es imposible recuperar.

Recuerdo a mi padre y sus relatos, intento hacer lo mismo con mi hijo, pero ni yo soy tan bueno contando ni él tiene tanta paciencia, gajes de la era tecnológica, por eso me limito a escribirlos, quizás algún día él quiera verlos y se ría un poco de su padre y sus vanos intentos .

Este hijo mío, es mi manzano.


El Pibe

1 comentario:

  1. Maravilloso. No se como relataba tu viejo sus vivencias, pero si se que vos las contas de manera inconiable, se nota que salen de tu corazón. Grande Nestor

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